Una fábula sobre el
Miedo y la Libertad
"Erase una vez una cabra que
vivía feliz en el valle, pastando y retozando cada día con sus
hermanas, bajo la atenta mirada del pastor y de su fiel ayudante, un
enorme y fiero perro de negro y oscuro pelaje.
Arana, que así se llamaba
nuestra amiga, dormía cada noche en un corral pequeño y maloliente
con todas sus hermanas. Cuando caía la tarde y el sol, después de
derramar generosamente su luz y su calor durante el día, se iba a
descansar, el pastor, cuidadoso y siempre vigilante llevaba a su
rebaño hasta el corral y allí lo dejaba para que pasara la noche,
seguro y protegido tras los altos muros de piedra y la puerta de
hierro forjado.
-Pequeño y oscuro es nuestro
corral, sucio y maloliente, pero es también nuestro hogar, seguro y
calentito, y en él hemos de vivir tranquilas y satisfechas, la, ra,
la, ra- cantaban las cabras cada mañana al despertar…
Y aquella mañana, como cada día
al amanecer, el pastor abría de nuevo la puerta del oscuro corral y
Arana y sus hermanas recobraban su pequeña porción de libertad,
pero sólo porque así convenía a los intereses de su amo…
Y así salían en tropel, balando
y balando, que es como acostumbran a hablar las cabras, hacia el
fértil valle, lleno de ondulantes colinas repletas de fresca y
jugosa hierba verde lista para comer; pero eso sí, todas juntas y
sin desperdigarse, porque sino el amo se ponía nervioso, y enfadado,
comenzaba a dar órdenes a su fiero perro pastor para que corriese a
lo largo y ancho del valle y a base de furiosos ladridos y cuantos
mordiscos fueran necesarios las metiera de nuevo en cintura.
Era
aquella una preciosa mañana de abril, fresca y luminosa, cuando el
rebaño enfiló en buen orden el camino que llevaba al valle, todas
obedientes, en fila india y sin perder el paso, como mandan las
normas y las buenas costumbres, alegres de pasar el día pastando
bajo el sol disfrutando de la poca libertad que les concedían, o
mejor diríamos, que se concedían ellas mismas, porque ¿qué
podrían hacer un hombre y un perro si todo el rebaño decidiese
dejar de serlo para vivir en verdadera libertad?
Y así fue que llegaron a su
pequeño paraíso, el valle verde y precioso cercado por altas
montañas que todas amaban…
Pastando y balando fueron
consumiendo su pequeña porción de libertad mientras el sol recorría
el firmamento, de una punta a otra del valle, y cuando éste
comenzaba a descender lento y majestuoso de su cenit camino del ocaso
tras las montañas del poniente, unas nubes enormes, tan oscuras como
las noches sin luna y tan siniestras como las miradas de los lobos
cuando se lanzan sobre su presa, llegaron nadie sabe desde dónde,
para poner fin a tan alegre y tranquilo día.
Y cuando la bonanza concluyó
comenzó el desasosiego, seguido bien pronto por el terror…
Primero fue el viento, silbando
furioso entre las copas de los árboles como si fuera el heraldo del
mismísimo Fobos, Señor del Miedo, y aullando entre las colinas como
el lamento del monstruoso Kratos recién liberado de sus cadenas en
el inframundo; después fue la lluvia, cayendo hiriente sobre la
tierra como diez mil flechas aguzadas, y finalmente rayos y truenos,
tan numerosos y poderosos que parecía que Thor, dios de las
tormentas, estuviese golpeando la tierra con su gran martillo
Miolnir…
El rebaño se había desperdigado
por todo el valle, preso del pánico, y a duras penas conseguían el
pastor y su perro comenzar a reunirlo en el centro del valle para
emprender juntos el viaje de vuelta a la seguridad del corral.
Corriendo sin saber a dónde, iba
la pobre y asustada Arana, de una colina a otra, poseída por el
miedo, intentando escapar de un peligro que estaba en todas partes a
la vez, y así fue como escapó del valle que tan bien conocía para
ir a parar a un bosque que para nada le era familiar, pues nunca
antes se había ido tan lejos, aunque tampoco había tenido
necesidad…
Estaba
completamente perdida, lejos de casa y de sus hermanas, y en medio de
su desolación incluso se permitió llamar desconsolada a su amo el
pastor y a su odiado perro. Pasaron los minutos, pasaron las horas
hasta que llegó la noche, y después el amanecer de un nuevo día.
La tormenta había amainado, y ni rastro quedaba de ella, ni tampoco
del camino al valle; parecía que los nefastos acontecimientos del
día anterior hubieran sido un producto de su imaginación, un mal
sueño… “
Manuel Marques
Robles
Y en breve podréis leer la 2ª
parte...
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